130. MI MADRE



Ya que me había puesto a escribir este blog sobre Anguciana como quien pinta un paraíso perdido, no podía por menos que dedicar un post a mi madre, y no sólo por todo lo que representa para mí en cuanto de hermosura tiene una madre para un hijo, sino porque en una medida u otra, su belleza ha sido hasta hoy mismo en que la hemos perdido, parte o patrimonio de todo el pueblo.

Nuestro primo "Escolar" solía lamentarse con socarronería y pesimismo de que los pueblos eran la viva representación de la selección de la especie en sentido negativo. Durante tres o cuatro generaciones -argumentaba-, los mejores de cada familia habían ido emigrando a las ciudades mientras que los más torpes o menos inquietos se quedaban apegados al terrón dando a luz nuevas camadas de hijos, de las que los más espabilados volverían a irse a la ciudad, y así sucesivamente, hasta dejar en los pueblos a los más brutos de los brutos. Curiosamente contaba esto en las tertulias de mi casa delante de mi madre (a la que siempre admiró por su belleza y generosidad), sin darse cuenta de que tenía ante sus ojos el argumento contrario, es decir, el de una chica guapa de Madrid que se enamoró de un chico de Anguciana hasta acabar dando con sus huesos en nuestro pueblo.

Mi madre llegó a Anguciana en la primera década después de la guerra, años grises de pobreza y ausencia de medios de comunicación, por lo que sus formas y modales no debieron de pasar desapercibidos para nadie. Entre las confesiones de este último año de su vida me contó un día el sincero y espontáneo elogio que recibió una vez de Pruden Mendoza, la madre de Jorge (el actual alcalde), sobre lo bien arreglada que siempre la veía. Mi madre solía decirnos que su truco estaba en el calzado: que una persona bien calzada siempre es una persona bien vestida, pero aunque eso sea verdad yo creo que su elegancia era mucho más amplia y compleja. Sólo había que ver la letra tan bonita que tenía. O lo mucho que sabía de música clásica. O sólo hay que verla en una de sus últimas fotos con noventa y seis años a sus espaldas -toda una reina de Anguciana, como suelo decir en este blog respecto de las personas que llegan a ser las más ancianas del pueblo.


No se ha acabado con ella la aportación de savia nueva a Anguciana. Casi se podría decir que hoy los pueblos están más llenos de gente de fuera que de gentes con varias generaciones autóctonas. Otra cosa es la calidad de esa savia o el arraigo y amor que lleguen a sentir por el lugar. Aunque no fuera del pueblo, mi madre tuvo siempre un gran cariño por Anguciana y por todas sus familias, y me consta que el cariño también ha sido recíproco pues aunque era muy casera y salía poco, había que ver lo mucho que le costaba venir desde la iglesia hasta casa saludando a unos y otros en esas salidas de misa que en muchas ocasiones constituían el epicentro de su vida social.

Mi madre tenía ese gran aprecio por la naturaleza que sólo la proximidad de los pueblos a la tierra y a los cielos nos proporciona. La cercanía del río, los paseos por las choperas, el estado de las fincas, la llegada de las cigüeñas (que ya estaban hoy en el día de su entierro), las excursiones a Gembres, o la serena contemplación de la luna. Todo eso y mucho más le daba Anguciana, y ella siempre lo agradecía inculcándonos a nosotros ese mismo amor por el pueblo. En Anguciana dio a luz a dos de sus hijos, Ricardo y Mercedes, con la anécdota que ya he contado en este blog de que durante el primero de estos partos el médico Paco Palacios iba de nuestra casa a la de "la" María" porque también estaba dando a luz a "la" Hilaria.

El cielo ha llorado esta mañana mientras la subíamos por la cuesta de la ermita y no ha parado de hacerlo hasta que la hemos depositado junto al amor de su vida, el amor que la trajo al pueblo. Un pequeño y bonito detalle de agradecimiento de la naturaleza para con mi madre que tampoco podía dejar de contar en este blog.

(29dic14)