68. LA BIBLIOTECA

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Unas más otras menos, todas las casas del pueblo encierran miles de historias personales y familiares, decenas de empeños por mejorarlas o momentos de decadencia, ruina y abandono que nunca podrán ser contadas o recogidas por escrito. Pero de vez en cuando alguna historia cae y es una alegría contarla.

Hace unos días me llamó Germán Ibaibarriaga (el albañil del pueblo, hijo del albañil y cantero Germán Ibaibarriaga y nieto de canteros venidos del país vasco y afincados en Briones tal y como dice en el libro “Canteros vascos en la Rioja”/ toda una tradición pues y un lujo para Anguciana) y hablé con él por teléfono, -decía-, para unas obras en nuestra casa, y ya de paso y para quedar me dijo que me pasara "por la biblioteca" para ver unas pinturas decorativas que había descubierto en unas obras que estaba haciendo en ella.

Mi primera reacción fue de sorpresa: “pero, ¿a qué biblioteca te refieres?” ¿ha habido alguna vez una biblioteca en Anguciana?. “Pues a la de vuestra casa –me respondió-, o a la de vuestros parientes aquellos de Valladolid” Ah ah ah, ahora, caigo, le respondí, y allí me presenté. Si yo no recordaba de buenas a primeras lo que era “la biblioteca” como para saberlo el resto de la gente de Anguciana. Bueno, pues aquí cuento lo poco que sé.



El número 17 de la calle Arriba, esa casa con escudo de terracota y miradores en ruina es una casa muy singular. Siendo yo niño era la casa de del cura, la casa donde vivía don Gregorio con su hermana la Paulita, y en su jardín y junto al pozo, le recuerdo a él leyendo por las tardes el periódico Nueva Rioja tal y como he contado en algún otro post de este blog. Cuando murió don Gregorio, y yo en mi adolescencia empezaba a tener uso de razón, supe que esa casa era de unos familiares que vivían en Valladolid, pero sobre todo llegó a mi conocimiento que había sido la casa en la que había nacido mi padre, la casa a la que se trasladaron mis abuelos Francisco y Dolores cuando hacia 1915 vendieron el castillo a los frailes.



Aparte de la casa propiamente dicha que da a la calle arriba, el inmueble tenía un hermoso patio con un pozo, unas cocheras que daban a la calleja trasera y un pequeño edificio lateral con fachada de piedra de sillería con fachada al patio, que por lo visto había sido una coqueta biblioteca.



Los años de mi adolescencia fueron años de veraneantes y alquileres, y por aquel entonces mi padre administró toda esa propiedad para los parientes de Valladolid dividiéndola en partes y alquilándola a diversas familias de bilbaínos, casas o pisos bastante deficientes pero que sin duda los recordarán sus inquilinos con cierto cariño y nostalgia. La casa del cura, o la casa donde nació mi padre, pasó a llamarse entonces la “casa de los Medrano” (que era como se llamaban los parientes de Valladolid) y una de esas partes, la biblioteca, se convirtió también en un piso con entrada independiente por la trasera.

Las pinturas que me enseñó Germán estaban hechas en un cielo raso abovedado del que colgaba otro cielo raso plano hecho posteriormente, así que mucho no se podía ver, pero en cualquier caso por ese pequeño resquicio pude respirar durante un momento el aroma a libros viejos, a gusto decimonónico, y a un pequeño lujo arquitectónico. Y cómo no, pensé enseguida en compartirlo con todos los amantes de Anguciana haciendo unas fotos y contando estas historias

En el cajón de fotos antiguas he encontrado también una foto muy pequeñita de uno de los balcones de aquella biblioteca por la que se dejan entrever unas líneas en la oscuridad que se corresponden con las de la decoración que cuento hoy aquí. Como escribió mi padre al pie de la propia foto, en ella están sus dos hermanas mayores y él hace... muchos, muchos años. Y como se puede ver en ese pie de foto, también escribió en él: “balcón bliblioteca, Anguciana.



(10jl10)